Marx y el Estado
Rafael Fraguas
La figura y la obra de Karl Marx (Tréveris, 1818-Londres, 1883), dos siglos
después de su nacimiento, estampan sobre la Historia de la Humanidad su poderosa rúbrica en sus dimensiones
humana, social, económica y política. De esta última, los análisis del pensador de Tréveris sobre el Estado fueron los más influyentes y, al mismo tiempo, los
más susceptibles de ser perfeccionados
de cuantos con tanta desenvoltura vislumbrara. Para adentrarse en el estudio
del Estado, Marx tomó como referencia
la obra de Georg Wilhelm Friedrich Hegel,
del cual fuera seguidor apasionado y crítico durante la primera parte de su
vida intelectual, que cabría situarla hasta la bisagra del año 1854 y que fuera
conocida como correspondiente a la del llamado “joven Marx”.
Hegel había abordado el análisis estatal partiendo de una serie
de reflexiones lógicas basadas en la
dialéctica, una forma de conocer pergeñada ya por Heráclito y desarrollada
por el pensador alemán, consistente en encarar
racionalmente la realidad mediante
la consideración de que es
sustancialmente dinámica y que su despliegue obedece a una confrontación de consecutivos estadios
contrarios. Estos, en un momento
inicial, se manifiestan y afirman;
al poco, y en otro momento de su desarrollo, se ven negados y contradichos; al cabo, tras integrar elementos de ambas fases contrapuestas, culminan y
adquieren rango de plena racionalidad en una síntesis o salto superador de ambos momentos opuestos:
metafóricamente cabría explicar la dialéctica de una manera similar a la que
señala que en la semilla se halla ya, en potencia, el árbol; crecimiento y
floración atraviesan momentos contradictorios que se fundirán, integrados, en
el enhiesto vegetal fruto de tal desenvoltura. Tal cual es el discurrir de la
dialéctica.
Hegel, confusión de
realidad y lógica
La aplicación a la
realidad de este método de conocer, desde una perspectiva social e histórica, fue la fértil reinterpretación dada por Marx a una herramienta tan
dinámica renacida por Hegel; aunque, solo gracias a la mirada marxista,
resultaría ser capaz de dar a conocer
las leyes que presiden el despliegue de la Historia humana y de cuya
explicación en tales términos Hegel,
que la había aplicado en otras esferas de su pensamiento, se había apartado abruptamente. Fue el caso del Estado. Hechizado por la consistencia del concepto
estatal, construcción política producto de históricas relaciones de fuerzas, Hegel traicionaría su propia dialéctica. Su “traición” consistió en confundir la esfera de la lógica con la de
la realidad social misma, colocando aquella por encima de ésta, de manera
que privó a su sistema de pensamiento de aplicar la potente luz de la
dialéctica, por él redescubierta, sobre el Estado. Así, en vez de fijar lo estatal a la sociedad humana en su desarrollo, como predicado de ésta, lo exaltó y emancipó para vestirlo con el ropaje del Espíritu, al que convirtió en sujeto del devenir y de
la Historia. De ahí que Hegel asociara al Estado con la más elevada
manifestación del Espíritu Absoluto, para acabar así por divinizarlo
-señaladamente al Estado prusiano-, como culmen, término y estación final de la
Historia humana.
El Sujeto, el
protagonista de la Historia, no era pues el ser humano, ni su sufrimiento, ni
su lucha por la existencia, como Marx teorizaría después, sino que, según
Hegel, quedaba convertido en objeto subsidiario de un Ente metafísico
sacralizado y endiosado, que venía a revenir en sí mismo: el Estado hecho
Espíritu. Dios reaparecía encarnado en la forma política suprema. Pese a su
torrencial potencia lógica, la dialéctica
de Hegel se abandonaba y abismaba así en caída libre hacia una ciénaga metafísica, cuyo desagüe
quedaba obstruido por el inquietante fenómeno estatal.
Clase dominante, clases
dominadas
Marx, con preclara lucidez, invirtió los términos de la ecuación
hegeliana y situó como sujetos de la
Historia a los seres humanos, erigidos en sociedad. Según Marx, la vida de los seres humanos se despliega dialécticamente,
contradictoriamente, mediante saltos, llamados modos de producción, surgidos a partir de las condiciones concretas en las que se desenvuelve en cada fase
histórica la lucha por la existencia.
Esta lucha, a su vez, condiciona las formas del pensar, del
conocer y del poder mismo. En ese incesante combate, surgirán clases
dominantes y dominadas, con intereses enfrentados y en lucha.
La clase dominada,
proletaria, se verá yugulada y oprimida por la clase que se
alza con la hegemonía económica,
política e ideológica: la clase burguesa, dueña del capital, del que
obtiene un poder omnímodo, cosechado
gracias al robo de la plusvalía derivada
del trabajo proletario asalariado. La
clase parásita burguesa esgrimirá hacia sí misma y para conseguir sus fines, un
instrumento supremo de poder y de fuerza: el Estado. En base a ello, Marx
sentenciará: “el Estado es el Consejo de
administración de la clase burguesa”.
Pero el proletariado, clase
mayoritaria, será en boca de Marx la única
clase capaz de protagonizar una lucha por la igualdad social, la justicia y la
libertad que culminará con la emancipación de todo el género humano de cuantas
ataduras le esclavizan, señaladamente el capitalismo y su Estado, el Estado
burgués, que vive de reproducir la desigualdad social. Por ello, el
pensador alemán propondrá, como cuestión
vital, la organización de la clase proletaria en un partido para sí,
vertebrado en torno a la conciencia de
clase, que dirigirá la lucha hacia el derrocamiento
de la burguesía –señaladamente la del Estado burgués- y la emancipación del género humano en su
conjunto mediante la erradicación, en
clave comunista, de toda forma de explotación y desigualdad social. Si la creación de la riqueza es un proceso
colectivo, ¿cómo se explica que la apropiación
de la riqueza sea privada?, se preguntaba. Ahí surge otro de los hallazgos
marxianos: “las ideas dominantes suelen ser las ideas de la clase dominante”,
es decir, los que dominan son capaces de imponer su ideario y sus valores
sobrer los dominados, mediante los aparatos ideológicos, desde el cine, a los
medios, la radio-televisión y el control
de le tecnología, que ha irrumpido descontroladamente en nuestras vidas. Pese a
sus potenciales ventajas, la tecnología suprime el espacio y el tiempo humanos
y crea un escenario virtual que a la postre, favorece al capital, principal
beneficiario de esa virtualidad tecnológica.
Intersticios
Marx concebía, no
obstante, a la clase burguesa de manera algo mecánica, hasta el punto de no desarrollar en demasía la idea de la existencia de muy agudas
contradicciones en el seno mismo de esa clase explotadora y de su Estado
burgués. Por tales contradicciones e
intersticios, la lucha política del proletariado puede adentrarse, enfrentando entre
sí a las distintas fracciones de la clase burguesa, que riñen duros combates
internos por la hegemonía del capital y del poder estatal, con intereses en
ocasiones muy divergentes. Estos huecos
van a permitir al proletariado organizado
el avance de su lucha emancipadora,
mediante alianzas y confrontaciones, según teorizara el marxista griego Nikos Poulantzas.
Las expectativas depositadas por
Marx sobre la clase obrera, su conciencia de clase y su organización, pese a
numerosas victorias arrebatadas por doquier al capitalismo y al imperialismo,
su forma suprema de explotación, se verán objetivamente retardadas por el
potente pertrechamiento militar, económico e ideológico de la burguesía,
pese a sus distintas y antagónicas fracciones de clase, mediante la impregnación esparcida hacia el
conjunto social de su ideología
individualista, enemiga del progreso y de la libertad, capaz de reproducir la desigualdad hasta extremos
insospechados de inhumanidad y opresión, como los que hoy aplica el
neoconservadurismo aliado del neoliberalismo. Aunque las concepciones de
Marx sobre el Estado encontrarían desarrollo
en Lenin, éste tampoco se desprendió plenamente del
impulso antiestatal y libertario del marxismo primigenio.
Luchas obreras y
campesinas
Pero las históricas luchas sociales
y sindicales de la clase obrera y del campesinado, como expresión de la
irrupción política del mundo del Trabajo frente al mundo del capital, han impuesto al Estado burgués evidentes
limitaciones en clave social y democrática. Ello, además de las tendencias monopolistas del capitalismo
financiero, ha determinado su puesta en fuga; por ello se plantea ya la destrucción y vulneración de toda forma de organización política, el Estado incluido, para reemplazar definitivamente a la sociedad por el mercado, un mercado de intercambios desiguales, falso
pues. Donald Trump sería la expresión actual de tal intento del capital
financiero por acabar con la política.
Es entonces cuando l@s trabajador@s
necesitan más que nunca apropiarse de la política como arma de transformación
socioeconómica y se plantean la
necesidad de exigir al Estado pretendidamente
social y democrático que despliegue la labor de arbitraje que, por
necesidades de imagen hoy, tantas veces
se arroga. Y el Estado se aviene,
siquiera formalmente, ante la imposibilidad de mostrarse abiertamente como mero gestor de los
intereses de una sola clase, la burguesía propietaria y gestora del capital.
El Estado, al ocultar su condición
de gestor de la clase burguesa, muestra que necesita más que nunca presentarse socialmente como equilibrador de
tensiones e intereses sociales contrapuestos; en definitiva, como supremo árbitro político entre la esfera de la vida privada y la esfera
de la vida pública.
Micropoderes
En cuanto al poder hoy, una pléyade
de micro-poderes no contemplada por
el marxismo primigenio y estudiada por el pensador Michel Foucault, ensartada
en las capas más hondas de la sociedad, fundamenta por doquier numerosos
circuitos de explotación. Son los que convierten la lucha política
emancipadora en una gesta de una
complejidad extraordinaria, que no
se agota en el mero apartamiento de la burguesía y del Estado burgués del poder
político y económico, sino que demanda su derrota plena, también en el ámbito
de la Cultura.
Las innovaciones teórico-prácticas
sugeridas no llegan, sin embargo,
hasta el punto de erradicar la lucha de
clases como motor del desarrollo histórico, realidad crucial del pensamiento
marxista. La política estatal en
clave social, concebida como fusión indisoluble de teoría y práctica
revolucionarias, seguirá siendo, paradójicamente, la principal herramienta para
extinguir del todo aquel poder del Estado burgués, como acérrimo defensor de los intereses de la clase dominante y diluir aquel poder en una sociedad sin
clases, verdaderamente humana, social, igualitaria.
Marx y España
Hablar sobre Karl Marx y
España es hablar de la relación
intelectual -y apasionada- que mantuvo el pensador germano con un país cuyo
territorio no visitó nunca, pero
cuya historia y situación política
estudió con la profundidad que la época y su propio entusiasmo le
permitieron entonces, en la mitad del siglo XIX.
Los escritos de Marx sobre España son once
crónicas de mediana extensión publicadas entre 1854 y 1856 en New
York Daily Tribune, que toman como punto de arranque la sublevación de los
generales Leopoldo O’Donnell y Domingo Dulce y Gara conocida como la Vicalvarada en 1854; más otras dos crónicas sobre el golpe de Estado
protagonizado por el general canario dos años después de finalizar aquellos
escritos, en 1858, y el artículo denominado “Bolívar”, tangencialmente referido
a España, que publicó en 1858 The
New American Cyclopedia. Asimismo, Marx publicó en TNYDT ocho de los nueve ensayos históricos que escribiría sobre España.
Por su parte su compañero, Federico Engels
escribió para The New York Dialy
Tribune tres crónicas sobre la
toma de Tetuán por O’Donnell, publicadas en 1860 bajo el título “The Moorrish
War” (La guerra mora). También abordó temas militares -muy de su agrado-
referidos a España para la revista Putnam’s
Magazine en 1855 y tres años después, los artículos “Badajoz” y
“Bidasoa” para The New American Cyclopedia.
En 1873 Engels abordó además en cuatro
artículos publicados en “De
Volkstaat”, órgano de los socialdemócratas alemanes, los conflictos políticos y doctrinales
respecto a la Internacional planteados
en torno a la corriente del anarquismo en España, que titulo “Bakuninismo en
acción”.
A muchos sorprenderá que Marx y
Engels hayan escrito siquiera algo sobre
nuestro país; pero esto no es nada sorprendente sino que se trata de
una manifestación más de la desidia, la
censura y la autocensura, no sólo política
sino también cultural, que se ha
interpuesto entre el lector/la lectora españoles y el gran pensador alemán
nacido en la ciudad renana de Tréveris en 1818 en el seno de una familia judía
convertida al protestantismo luterano. Marx fue bautizado en 1823. Estudiante
en Bonn y Berlín, de Derecho primero, de Filosofía después, culminó sus
estudios filosóficos con una tesis sobre
Epicuro y Demócrito que le otorgó un amplio conocimiento sobre el materialismo en particular y el pensamiento
clásico en general. La represión
política e ideológica en Alemania le truncó
una carrera académica evidente. Con 24 años, sus dotes de polemista y su laboriosidad erudita le
dotaron de un prestigio universitario
académico muy notable.
Admiración y
crítica hacia Hegel
Desde su juventud mostró una acusada
admiración por el pensamiento de Jorge Guillermo Federico Hegel, cuyo
ascendiente sobre el pensamiento alemán era a la sazón enorme, si bien se atrevió a cuestionar la deriva
metafísica de su discurso para trocar
su Dialéctica en la metodología, en clave materialista y desprovista de
elementos metafísicos, de su propia teoría y praxis. El Periodismo le
procuró algún sustento, si bien su vida y la de Jenny von Westphalen, su compañera, de familia noble, hija de un
ministro del gobierno prusiano, con la
que tuvo seis hijos, sufrió numerosas vicisitudes por la pobreza, la emigración forzosa y la
persecución policial, en medio de una existencia
dedicada a la militancia obrera y al internacionalismo, del cual sería uno
de sus principales teóricos, como redactor
de los estatutos de la Primera Internacional y del Manifiesto Comunista, sólo
siete años antes de escribir sobre España.
Cuando Marx encara sus escritos sobre España, a los 36 años de edad, se encuentra ya en la víspera de sus principales
hallazgos sobre la Economía Política, preludio de sus obras más importante, El Capital, cuyo primer tomo salió de la imprenta en 1867. Dos años después de
su muerte, acaecida en 1883, su amigo Federico Engels hizo
publicar el segundo tomo en 1885 y el último
se publicó en 1894.
Las traducciones de la obra de
Marx al castellano han sido globalmente consideradas de baja calidad –curiosamente el dirigente del Partido Obrero de
Unificación Marxista (POUM) Andreu Nin tradujo en 1929 una parte de estos
escritos del pensador germano sobre España- hasta que las abordaron las editoriales iberoamericanas, a partir
de los años 50 del siglo XX. No
obstante, desde 1873, la primera
publicación marxista fue “La
Emancipación” y posteriormente lo sería “El
Socialista”, en 1886.
Atraso
intelectual en España
Asimismo, la formación filosófica y científica de Marx mostraba unos
ingredientes de cosmopolitismo, erudición
en clave anglosajona y diversidad –y también de germano-centrismo - en verdad incomprensibles desde los parámetros, un tanto provincianos, de la
clase intelectual española coetánea, muy influenciada por el escolasticismo. Este desconocimiento se
prolongó hasta mucho después. Valga de ejemplo el hecho de que, incluso de la
Generación del 98, la de mayor peso intelectual en la España inter-secular, únicamente Miguel de Unamuno conoció de
manera directa y con cierta profundidad la obra de Marx y tal vez el escritor alicantino Gabriel
Miró, el único también que
conocía la obra de Sigmund Freud.
El nexo intelectual que aproxima
a Marx hacia España es la Literatura,
más precisamente, la cervantina.
Eleanor, la hija pequeña de su matrimonio con Jenny von Westphalen, recuerda
las lecturas obligadas de Cervantes
a las que se les sometía en el hogar familiar y el papel de primer icono que el
escritor español alcanzaba, junto con William Shakespeare, en el horizonte
literario de su padre Karl Marx, que
aprendió español “precisamente para leer las andanzas de Alonso Quijano”.
Muy posiblemente, los
desarrollos del concepto de alienación,
entendida como falsa conciencia y tomado por Marx de Hegel, pero teñidos
aquellos de una impronta propia, encontraron cabal expresión en el fenómeno de la hidalguía,
magistralmente desarrollado por Cervantes en su “Ingenioso hidalgo”.
No obstante, hay una trama de
asuntos políticos españoles que fascina a Marx y que él expresa en su
consideración de que España añade a su cualidad de perfecta desconocida europea –en ocasiones la equipara con la también desconocida Turquía otomana- la
condición de ser caja de sorpresas
surtida, sin embargo, de una gran
diversidad en el terreno político e ideológico. Esta diversidad alimenta la
experimentalidad de su metodología
dialéctica que, por cierto, no siempre aplica, más bien casi nunca, a sus
estudios a la realidad española, ante la cual, en muchas ocasiones, se deja
llevar previamente más por el impulso
del Romanticismo alemán teñido de resonancias schillerianas y goethianas
sobre el añorado Sur de Europa, que guiado
por la pura cientificidad dialéctica buscada en mucha mayor medida en otros
escritos suyos. Tal fascinación, en
la que surge también una heroificación
del pueblo español -blindado contra
los poderosos precisamente por el sentido de la hidalguía, que él entiende
también en clave de dignidad nacional- brinda a Marx un escenario donde lo
mejor de su imaginación política se
desboca y proyecta sobre el pueblo español una secuencia de anhelos, como potencial sujeto revolucionario,
más que una serie de evidencias. En la base
popular del carlismo situará Marx
ingredientes revolucionarios, atribución para muchos de nosotros hoy
incomprensible, a no ser que el análisis nos lleve a los vínculos existentes entre el carlismo y la
primera Euskadi Ta Askatasuna, ETA, algunos de cuyos militantes de la primera
hora procedían del carlismo.
En el origen de la fascinación
marxiana hacia nuestro país -Marx
no se muestra propia y metodológicamente marxista al estudiar España, salvo en
contadas ocasiones- se encuentran las
libertades de las ciudades medievales peninsulares, singularidad que, junto a las Cortes también medievales, se
convierte en piedra angular de toda su
argumentación sobre los procesos políticos españoles.
Para explicar esta particularidad, Marx
se remonta hasta las peculiaridades de la Reconquista contra el Islam ya
que, a medida que aquel proceso
iba incorporando territorios recobrados y se formaban nuevos enclaves, las
ciudades se iban dotando de fueros, de leyes propias y estatutos que las iban
autonomizando de los monarcas y/o de la nobleza. De esta manera, establece
Marx, se llega a la Edad Media en
España con una país poblado por ciudades
libres que, pese a quedar
integradas en el primer Estado moderno con el Renacimiento, con la unificación impuesta a sangre y fuego
por los Reyes Católicos, nunca
llegarían a ver superado el problema de la centralización estatal, a semejanza de la mentada Turquía,
escindida entre los feudos de numerosos pachás, y a diferencia de otros Estados
europeos de formación más tardía, pero ya centralizados como la propia Francia.
A su juicio, el paso del Estado feudal
al Estado absoluto en España no trajo, como en otros países europeos, una
cierta igualación civil de la ciudadanía mediante la extensión de la ley
generalista frente a las leyes locales, aquí llamadas fueros, sino que nunca trascendió a ese nivel de generalidad
observado en países como Francia.
Un ejército
progresista, luego pretoriano
Otro de los
elementos de fascinación de Marx
hacia España ha sido el Ejército al
que, desde la Guerra de la Independencia
y hasta los mandatos de Leopoldo O’Donnell, considera recipiendario y
depositario del “espíritu nacional” –que presumiblemente concibe en una dimensión potencialmente revolucionaria por
su energía patriótica concebida a su vez en clave romántico-germana a la manera
del discurso de Fichte-. Y ello toda vez que la desaparición por la fuerza de las libertades de las ciudades, consumada
a partir del reinado de Carlos I,
arrebata a la incipiente burguesía local hispana la posibilidad de encarnar
aquella encomienda nacional en una clave civil que pasa, pues, a manos
castrenses.
Hay aquí un rasgo muy interesante, ya que Marx otorga al Ejército español, hasta después de ser rebasada la mitad del siglo XIX, un
papel progresista por su conciencia nacional y por su lucha contra la invasión
napoleónica, donde el pensador alemán vio la oportunidad - desafortunadamente perdida- para haber consumado en España una revolución auténtica, fracaso
que atribuye a las contradicciones no resueltas entre las dos alas,
reaccionaria y progresista, floridablanquista y jovellanista,
respectivamente, de la Junta Suprema
Central, erigida combinadamente, con impulso popular, burgués y aristocrático, ante la irrupción de las tropas
de Napoleón en territorio español.
El desenlace militar de la invasión
francesa de España es visto por Marx
como “expresión de la vitalidad de un pueblo al que se creía dormido desde la
pérdida de sus libertades”, pueblo cuya
bravura ensalza por su potencial transformador y revolucionario. No
obstante, la atracción de Marx por la Vicalvarada,
el alzamiento militar emprendido por O’Donnell y Dulce en 1854, tiene su fundamente en que cree ver en él la manifestación pre-revolucionaria más relevante sobrevenida en Europa después del fracaso de la revolución de
1848.
Otro punto de vista muy original es el que Marx proyecta sobre la Constitución de Cádiz de 1812,
llamada La Pepa, en la que él observa una originalísima
síntesis de los viejos y libérrimos fueros ciudadanos, las necesidades del
antiguo régimen y los anhelos del incipiente liberalismo, con chispazos
revolucionarios y concesiones a tradicionales
anhelos populares, que identifica con el mantenimiento a machamartillo de la religión católica como religión de un Estado confesional, donde la libertad religiosa y de cultos no existe.
Involución
Pese a apuntar sus aspectos endebles, Marx se sorprende de la reacción
causada en Europa por la promulgación de este texto constitucional español, ya
que desde los círculos continentales más
reaccionarios era contemplada como “la
expresión más incendiaria del jacobinismo”, percepción que espoleó en el Congreso de Verona el intervencionismo de las potencias reaccionarias en España a través
del ejército que sería llamado de los “Cien mil Hijos de San Luis” y que en
1823 indujeron una involución retrógrada
de la política en la España de Fernando VII, repuesto por aquellos en el trono.
Marx admite el potencial revolucionario
que aquel texto fundamental, a
juicio suyo, albergaba.
Con todo, Marx señala que la pujanza
del liberalismo pre-revolucionario se
vino abajo a consecuencia de que nadie,
en el ámbito liberal y progresista, supo integrar las energías
ideo-políticas de la ciudad con las del campo. Llegada la ocasión, las gentes del ámbito rural decidieron alinearse con el Ejército, ya convertido en institución meramente
pretoriana, en mucha mayor medida que con los incipientes partidos políticos liberales capitalinos y señalada y exclusivamente urbanos, débiles y confusos al respecto de tan
crucial asunto. El liberalismo urbano no
supo integrar al campo en su proyecto político, menoscabado asimismo por la
excluyente hegemonización, por parte de
la alta burguesía, de las desamortizaciones de los bienes de manos muertas
de la Iglesia que comienzan ya bajo el mandato de Godoy, en torno a 1794 y que
causaron un fortísimo y adverso impacto
en el campo, por falta de
alternativas económicas burguesas a la nueva situación creada.
Los espadones
Empero, con genial perspicacia de largo alcance, Marx columbra ya el rumbo
de los acontecimientos que sesgarían la política española finisecular y también
las dos terceras partes del siglo XX, habida cuenta de la imparable autonomía política adquirida por un Ejército inicial y
potencialmente liberalizador pero, paulatina e inexorablemente convertido en
pretoriano, dada la endeblez de la sociedad civil española. El estamento castrense sería principal
causante de siglo y medio de arbitrarias tribulaciones infligidas al pueblo
español por numerosos espadones
singularizados también por un apoliticismo
demoledor cuando no por un irracionalismo
palmario o un rotundo oportunismo:
Espartero, Narvaez, Prim, Serrano….
Este proceso adquiriría luego ecos similares, salvando las distancias, en la Iberoamérica de la pos-independencia
donde, hasta bien culminado el siglo XX, ha sido una rotunda y desgraciada
evidencia la preeminencia social del
estamento militar, en tantos países del sur-continente, cuyas estructuras
sociales, signadas por la debilidad
burguesa y la falta de proyecto político aparejado a su desvinculación fiscal, vertebraban a
sus respectivos ejércitos como columnas vertebrales estatales y políticas
únicas.
La primera introducción de Marx en
España la hace Jaime Vera, el médico
vasco y germano-hablante vinculado a Pablo Iglesias como ideólogo y
cofundador socialista. Anselmo Lorenzo,
como el fundador Iglesias, conocerían algunos de los textos de Marx, incluso el
dirigente anarquista visitaría en
Londres al pensador y político alemán, donde quedaría ante él anonadado, pero, sobre todo, sus tomas de posición
política en la Primera Internacional,
donde surgió la escisión entre comunistas marxistas y comunistas anarquistas,
más precisamente bakuninistas, que resultaría especialmente importante en
España por el rumbo que adoptaron los acontecimientos y que décadas después darían la hegemonía
sindical al anarquismo y debilitarían las posiciones socialistas más afines
al revisionismo.
Fue sobre todo Engels, compañero de
Marx, quien analizaría en 1873, en un ensayo, este grave asunto, que se
sustanció en el Congreso de la
Internacional de La Haya, de 1872,
con la expulsión de Bakunin, Guillaume y
cuatro de los cinco representantes de España en la Primera Internacional, entre
ellos Tomás González Morago, Nicolás Alonso Marcelau y el francés Charles
Aleini. El quinto representante de la Internacional en de España era Paul Laffargue, yerno de Karl Marx, que
se mantuvo adscrito a la corriente
comunista marxista. Engels atribuía
la expansión anarquista en España al apoliticismo y aventurerismo de los
dirigentes sindicales obreros de inspiración bakuninista con amplia influencia
en el sur de Europa, Fanelli, por ejemplo, señaladamente italianos y
españoles, frente al politicismo de los ingleses, franceses y alemanes. Sus
críticas contra el cantonalismo
cartagenero de inspiración bakuninista e intransigente son demoledoras.
Con todo, cabe añadir que en España, pese a lo que se ha dicho y escrito
hasta ahora, el marxismo fue tan solo nominalmente
caballo de batallas de ideas y de confrontaciones políticas, entendidas
éstas como verdaderamente metodológicas,
que es el terreno sobre el cual se
dirime, siguiendo a Gyorgy Luckàcs, el problema de la ortodoxia marxista.
Hay que subrayar, siguiendo a Manuel
Sacristán, que Marx en sus escritos
sobre España antepone en sus explicaciones los factores superestructurales o
ideológicos a los económicos o infraestructurales, en un alarde de torsión o inversión ideológica sobre su propio método
que, en realidad, antepone estos a aquellos.
La explicación de esta inversión cabe situarla en que Marx, a la sazón, aunque ya ha pergeñado el discurso de la
determinación estructural en su libro Contribución
a la crítica de la economía política, parece
no sentirse aún capaz de aplicar su propia metodología a la realidad española
y ello debido, con certeza, a la
inseguridad que experimenta en cuanto a sus conocimientos históricos sobre
España, “posiblemente la mayor desconocida de Europa”, según él mismo
escribe.
Superficialidad
La superficialidad, tan capilar,
de la penetración marxista en las clases
progresistas españolas se debe entre muchas otras razones -y en mi opinión
personal- a un problema político-cultural, fruto de un más grave aún problema
político. Y fue que los años de la
posible influencia del pensamiento marxista en España coincidieron con los de
la germanofilia pro-prusiana de los sectores más reaccionarios de la política
española influida por aquéllos desde la guerra franco-alemana de 1870 y hasta
los albores de la Primera Guerra Mundial. Quienes hegemonizaron en España la germanofilia fueron estos sectores
reaccionarios frente a los dirigentes políticos y sindicales de los sectores
populares que, ante el militarismo hegemonista prusiano, optaron por alinearse
con los regímenes democratizantes de Francia y Gran Bretaña o bien por
abstenerse. Por otras parte, no todo
el abanico de izquierda sintonizaba
con los denominados aliados franco-británicos, habida cuenta del intervencionismo, a veces insoportable, de
Londres en la política española, desde que en las guerras napoleónicas miles de jóvenes británicos acudieran a luchar
en España, muchas veces de forma heroica, en las huestes del duque de
Wellington, contra el altanero Bonaparte, a quien contribuyeron a
derrotar. A partir de entonces, la
vieja rivalidad británica pasó a ser injerencia abierta en todos los procesos
políticos españoles dotados de cierta envergadura o alcance estratégico.
Con evidente visión de largo alcance, Marx descubre la oculta irrupción de
Londres y, curiosamente también, la del zarismo de Moscú en el seno de la
política interior española dentro de un esquema de confrontaciones donde la rivalidad entre Francia e Inglaterra,
sin olvidar la presencia tras las bambalinas del poder emergente de Estados
Unidos, componen para él claves ineludibles de interpretación de lo que sucede
en Madrid desde el fin de la ocupación napoleónica.
Por otra parte, para la izquierda,
los obstáculos al desarrollo del
marxismo son innumerables: el control
eclesiástico de las principales instituciones enseñantes; el discurso
escolástico dominante; la endémica
debilidad teórica de las cúpulas dirigentes sindicales y políticas españolas;
su elevado practicismo; el desdén hacia los intelectuales; el obrerismo superficial y la endeblez de las líneas de pensamiento
pequeño-burguesas, mayor aun en las no burguesas, determinaron para el marxismo en España un horizonte muy limitado
de expansión, menoscabado además
por el fracaso de la revolución llamada
Gloriosa, en 1868, la mediocridad
ideológica de la Restauración y la autonomía
política ya plena del Ejército como una fuerza exclusivamente pretoriana
con capacidad de juego en las disputas
dinásticas e ideológicas, como demostraría el franquismo. Esta inquietante autonomía política castrense,
consagrada por la ley de Jurisdicciones
de 1906, abriría la puerta a la
dictadura de Primo de Rivera primero y llevaría después al poder al general Franco y no cesaría,
siquiera formalmente, hasta la
consolidación de la democracia tras culminar la Transición, con coletazos como
el intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.
España, hoy
Hoy asistimos a una apropiación del Estado por parte del capital
financiero, que intenta desproveer al Estado español de muchas de las funciones
sociales que debe satisfacer en la enseñanza, la sanidad, las jubilaciones, la
discapacidad, la asistencia y los cuidados a personas con disfunciones psicofísicas.
Un tercio de la clase media española ha dejado de ser clase media desde el
origen de la crisis, pasando al proletariado. Veinte de cada cien trabajador@s,
pese a tener trabajo, son pobres. La mitad de la juventud vive en el paro.
El capital financiero es improductivo; vive de y para la especulación;
genera la corrupción, que ejerce si freno y proyecta contra los sectores más
débiles de la población: parad@s, mujeres, ancian@s, pensionistas. Ello se debe
a que las prácticas del capitalismo financiero –la llamada ingeniería
financiera- han sido invadidas por las prácticas procedentes del crimen
organizado, tal como definen la justicia a los procedimientos mafiosos que
vemos surgir en: la corrupción política, electoral, gubernativa -900 cargos políticos
del PP imputados-; en la esfera inmobiliaria; la construcción; expoliando el
medioambiente; en el deporte (¿qué son esos contratos de 200 millones de euros
por un futbolista si no blanqueo de dinero ilícitamente adquirido?); el
espectáculo; en los paraísos anti-fiscales; en las universidades privadas; en la
prostitución y en la venta de estupefacientes y de armas…
Ese capitalismo amoral se enriquece con las guerras que induce cada cierto
tiempo para recobrar la tasa de ganancia, cuando ésta adquiere tendencias
menguantes. Hoy vivimos la víspera de una conflagración mundial alentada por el
principal representante de ese capitalismo inhumano al que el pueblo
estadounidense, desnortado por la insolidaridad y el individualismo, el
belicismo y la apología del crimen, aventados por Hollywood, dio su voto. De
los 200.000 bancos que hay en el mundo, tan solo 28 manejan el 91% de los
capitales existentes y cinco de ellos trasiegan con la mitad de este monto.
Cuando nuevamente el mundo agonice tras una guerra devastadora, encaminada a la
venta ilimitada de armas, ese capitalismo financiero que la ha generado, ¿qué
hará?¿Dónde se esconderá?
Marx preconizó en su día la organización política de las clases
mayoritarias para acabar con la explotación y su ejemplo fue seguido en medio
mundo. Sin embargo, desde el primer minuto de sus triunfos, las revoluciones
democráticas y liberadoras, socialistas, guiadas por una idea de igualdad
compartida por todas las gentes de bien, desde cristianos hasta libertarios, fueron
hostigadas, boicoteadas, acosadas, desangradas por el capitalismo, impidiendo
que el sentido común, la riqueza colectiva, la libertad de tod@s se
desarrollara con naturalidad. En pocas ocasiones, ese sistema se vio obligado a
retroceder y rendirse ante los avances económicos y sociales de las clases
mayoritarias. Aplicar algunas de las enseñanzas marxistas a cada situación
política concreta los ha hecho históricamente posibles y permiten columbrar,
con esfuerzo y convicción, un futuro de
progreso, justicia y libertad para la Humanidad.
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